
En la CDMX, 80 aparatos registran la intensidad de los movimientos del suelo en un sismo. Los datos permiten mejorar el diseño de nuevos edificios.
En cuestión de segundos, la energía que liberó el terremoto de 1985 en la Ciudad de México de magnitud 8.1, equivalente a mil 114 bombas atómicas de 20 kilotones cada una, provocó el colapso de más de 400 edificios y dejó 36 mil estructuras con daños totales y 65 mil con daños parciales, de acuerdo con un informe del Centro Nacional de Prevención de Desastres.
La ciudad no estaba preparada para la tragedia. La instrumentación sísmica en el país estaba en desarrollo. Si bien dos décadas atrás el Servicio Sismológico Nacional (SSN) ya había instalado 20 sismógrafos electromagnéticos y la Red Sísmica de Apertura Continental suministrada con estaciones telemétricas digitales capaces de determinar la magnitud de los movimientos telúricos, aún había una tarea pendiente en el registro de estos fenómenos: el estudio de la aceleración de ondas sísmicas.
Después de evaluar la magnitud del desastre, las pérdidas humanas, las viviendas reducidas a escombros y la nube de polvo que encapotó la ciudad, la comunidad científica dimensionó la necesidad de “realizar investigaciones y desarrollos tecnológicos para mitigar la vulnerabilidad de las estructuras arquitectónicas en la zona urbana del Valle de México”, recuerda Juan Manuel Espinosa, director del Centro de Instrumentación y Registro Sísmico (Cires).
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